jueves, 14 de abril de 2016

Ciudad de Durazno, enero de 2016

Tal como lo hacía todos los veranos, me fui de Montevideo a la ciudad de Durazno donde vive una pareja de amigos muy queridos que me aloja cada vez que quiero visitarlos. Llegué sobremedicada, inflada por la medicación pero feliz, porque lo más difícil es llegar. Por el regreso... me preocuparía después. Con mi amiga, que también está de vacaciones de su trabajo como secretaria en una institución que atiende a niños autistas (PANITEA, por si les interesa conocerla), establecemos nuestra rutina de mate y charlas intercaladas con la atención a los diversos animales de la casa: perros, gatos, una lora y un carpincho. Manuela, el carpincho, es una criatura tan dulce que me enamora de inmediato. Me da besitos cariñosos en el rostro cuando me la encuentro de madrugada camino al baño comiendo pasto cortado que le deja mi amiga en el corredor. Era un cachorro entonces, del tamaño de un gato grande y gordo, tomaba dos mamaderas de leche por día y creíamos que era hembra hasta que, hace poco, un criador más experimentado les enseñó cómo distinguir bien el sexo en un carpincho y Manuela resultó Manolo. Todos les preguntan qué harán cuando Manolo crezca, entre en celo y se ponga agresivo. Mi amiga ríe y dice que no tienen idea. Porque no pueden evitar cuidar de este pequeño paquete de dulzura que nos sigue a todos lados ronroneando bajo como si llevara un motorcito encendido a perpetuidad, pide subirse a mi cama para revolver mi bolso de viaje y roe nuestras chinelas de goma. Con mi amiga salimos poco. Me canso mucho, me siento inflada y pesada y me lleno de hematomas al llevarme esquinas de muebles, picaporte y todo elemento que sobresalga en la casa por delante. Bajo, finalmente, de Internet una lista de los efectos secundarios de la pregabalina y me llevo un susto: no sólo he manifestado la mayoría sino que algunos son muy peligrosos, como el aumento de la propensión al suicidio. ¿Cómo puede ser que mi doctor no me haya advertido sobre esto? A medida que pasan los días y el calor del verano aumenta, me veo más y más recluida a la cama. Las sábanas se impregnan de ese olor enfermizo de sudor mezclado con medicación. No podemos ir a la playa porque no puedo bañarme ni aguantar mucho sentada, entonces el esposo de mi amiga llega del trabajo y nos saca a tomar aire al anochecer en su camioneta. Es cuando puedo sacarle fotos a la ciudad, al río Yi y al Puente Nuevo. Un día en que pudimos escaparnos a hacer compras y sacarle fotos al atardecer encontramos una gatita negra, esquelética, escondida en una loza fuera de lugar sobre el Puente Nuevo. Sin pensarlo dos veces, mi amiga la coloca en el valijero de la moto y la familia felina aumenta. No hay un pelo negro en la gatita que rescatamos del puente y la bautizo Bruja. Tan sedienta de cariño como de alimento, enseguida hace amistad con Manuela y se arrullan mutuamente. La amistad entre especies es tan natural que avergüenza a los humanos, siempre tan dispuestos a discriminar al que es diferente. Llegó el momento en que el dolor se estableció en mi cuerpo de forma permanente y comencé a sentirme como una carga para mis amigos, por más cariñoso que fuera su cuidado. Decidí volver a casa y dar por terminado mi viaje de paseo convertido en tortura. Hice una parada en Montevideo donde, de nuevo, pasé en cama o paseándose de un lado a otro del reducido apartamento en mi desespero de dolor. También ellos querían que me quedara a pesar de todo pero también con ellos me sentí una carga. Mejor volver a casa donde no molesto a nadie porque mi perros se sienten contentos apenas con tenerme y esa es toda la responsabilidad que puedo soportar.

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