domingo, 20 de septiembre de 2015

26 de agosto: de regreso al corsé de yeso

      Ella conduce un Chevrolet Verona. Hasta subirme en él no sabía que podía existir un auto en el que pudiera andar sin que sufriera mi columna. Los pies van bien plantados en el piso, las piernas no van flexionadas y la espalda descansa recta en el respaldo. Es más: no necesito agacharme para entrar a él,  qué maravilla! Y todos estos elogios son para un modelo de auto!... Parece una exageración de mi parte. Pero voy a tener que insistir: no lo es. Y puedo afirmarlo porque estoy acostumbrada a moverme en taxis, todos autos en los que debo agacharte para entrar, sentarme siempre encorvada y agarrarme de donde pueda para arrastrarme y lograr salir, lo que causa dolor.

      Marta es mi amiga desde que inicié la secundaria. Con periodos largos de vernos poco por haber tomado caminos diferentes. Ahora estudia profesorado de Idioma Español y volvemos a encontrarnos. Marta es la dueña del Verona y ofreció llevarme a Melo para que me hagan el corsé de yeso y traerme de regreso. Por primera vez alguien va a acompañarme, y el alivio que siento no puedo describirlo. Lo que más me preocupaba era la negación que me había generado las dificultades en poder manejarme sola con el corsé anterior. Pensar en que iba a repetir el procedimiento causaba en mí sentimientos desencontrados: por un lado deseaba el alivio que su uso me traería pero sentía pánico de volver a pasar por todo el proceso sola. Su oferta de acompañarme me genera un alivio  y un agradecimiento por su gentileza difíciles de describir. Tendré la oportunidad de generar una nueva experiencia,  positiva esta vez y eso me hace sentir casi feliz. 






      El viaje de ida es tranquilo pero bajo lluvia. Mal día para viajar,  pero no lo elegimos nosotras. Ya en la clínica en Melo, le pido a Marta que entre conmigo a la sala de traumatología y sea testigo del procedimiento porque quiero saber más, cuántas capas de algodón me ponen,  cuánto de yeso... Yo solo puedo estar ahí como paciente,  sosteniendo mi torso entre dos camillas, concentrada en el dolor para hacerlo soportable,  mientras me convierto en una especie de momia parcial. Ella se dedica a sacar fotos y me anima a posar con el enfermero una vez colocado el corsé.





   Regreso con el corsé de yeso recién hecho,  húmedo y aún tibio, recostada en mi almohadón triangular en el banco trasero del auto. Se hizo la noche y ya no llueve pero la ruta está cubierta de niebla. Marta no se queja y maneja sin que yo dude de su seguridad y tranquilidad al volante. Charlamos todo el camino de regreso. 

Algunas de las cosas que te pueden salvar durante un empuje de dolor

      "Una de esas pequeñas cosas que te pueden salvar durante un empuje de dolor.
      Tener siempre guardado un paquete de sopa instantánea, una lata de atún,  mucho fideo y queso rallado, polenta y bananas. Productos comestibles que te garantizan no tener que estar mucho tiempo de pie para prepararlos y que no te dejarán morir de hambre. Y, lo más importante,  harán piso para la medicación fuerte.
      Hay otras más obvias como tener siempre la medicación,  agua y un vaso al lado de la cama para que sólo debas estirar un poco el brazo y tomarlas. Y un secreto para hacer más tolerable la ingestión del tramadol líquido: mezclar lo a una bebida con fondo amargo, como el agua tónica o la soda sabor pomelo. Disminuye las náuseas que provoca al ingerirlo. Tener siempre celular o teléfono en la mesilla de cabecera. Revistas, algunas de crucigramas,  libros. Almohadas de varios tamaños.  Y controles remotos. Radio, televisión,  aire acondicionado. Y tendría uno para las puertas si pudiera. Pantuflas o chinelas al lado de la cama y una bata larga por si hay que atender a un extraño de apuro, aunque con un pijama largo es suficiente."

      Escribí los párrafos anteriores,  obviamente, durante uno de tantos empujes de dolor. Durante mis días de reclusión en cama, lo único que parece disminuir la inflamación en mi columna, descubrí también que sumarme a la moda de los libros de pintar para adultos era sumamente beneficioso porque me distraía del dolor. Les dejo fotos del mío. 


sábado, 19 de septiembre de 2015

Entre la responsabilidad y la necesidad

      Luego de una semana de la muerte de mi abuela,  una pareja de amigos me invitó a salir a pasear en auto un soleado y frío domingo por la tarde. Dimos una vuelta por el balneario que queda a veinte kilómetros,  nos sacamos unas fotos juntos y luego optamos por cruzar a Yaguarón a tomar alguna bebida caliente.


      No es el invierno la estación más adecuada para pasear por la playa pero las fotos nos quedaron hermosas. El duelo aún era muy reciente y me estaba costando volver a mi rutina de trabajo. No faltó un compañero que comentara que yo no iba a trabajar pero me iba de paseo al balneario cercano...
      Comencé a entrar y salir de las licencias médicas, primero por depresión y luego por la columna. Hasta se me infectó una muela en ese intermedio y hubo que extraerla. No quería volver a trabajar con dolor de ningún tipo y entré en un proceso de negación. La pérdida de mi abuela, los cinco años y medio de una patología que se volvía cada vez más limitante y que no parecía tener solución, el trabajar ingiriendo medicamentos en exceso y entrando y saliendo de emergencia al menos una vez por semana... Entré en colapso. 




     Ya no se trataba solo del dolor de columna,  del dolor físico, sino del sufrimiento interior que genera ese dolor a su portador. Ambos se fusionaron y ya no supe distinguirlos. 
      Decidí pefirle a la psicóloga que me había atendido hace unos años que me volviera a aceptar como paciente. No me veía explicando mi condición de paciente con dolor crónico una vez más a un extraño ni mi tendencia a convertir mis duelos en patológicos. 


      Un día mi madre fue a verme a mediodía,  me encontró en cama, sin haberme levantado a bañarme o a cocinar. Se sentó a hablarme y me empezaron a caer las lágrimas. Creo que fue cuando comprendió lo mal que estaba. Me cedió su consulta con el traumatólogo y mi pedido fue claro: quiero volver al corsé de yeso. Le conté del alivio que había logrado paulatinamente mientras lo tuve fijo y qué me sucedió cuando me lo cortaron para que pudiera quitármelo para bañarme. Me repitió que era una prueba que se aplicaba a los pacientes para saber si eran buenos candidatos para una cirugía de fijación de columna y me dio una orden para que viera inmediatamente al especialista que opera con él. Aleluya! Al fin sentí que habría un cambio en mi vida.