Marta es mi amiga desde que inicié la secundaria. Con periodos largos de vernos poco por haber tomado caminos diferentes. Ahora estudia profesorado de Idioma Español y volvemos a encontrarnos. Marta es la dueña del Verona y ofreció llevarme a Melo para que me hagan el corsé de yeso y traerme de regreso. Por primera vez alguien va a acompañarme, y el alivio que siento no puedo describirlo. Lo que más me preocupaba era la negación que me había generado las dificultades en poder manejarme sola con el corsé anterior. Pensar en que iba a repetir el procedimiento causaba en mí sentimientos desencontrados: por un lado deseaba el alivio que su uso me traería pero sentía pánico de volver a pasar por todo el proceso sola. Su oferta de acompañarme me genera un alivio y un agradecimiento por su gentileza difíciles de describir. Tendré la oportunidad de generar una nueva experiencia, positiva esta vez y eso me hace sentir casi feliz.
El viaje de ida es tranquilo pero bajo lluvia. Mal día para viajar, pero no lo elegimos nosotras. Ya en la clínica en Melo, le pido a Marta que entre conmigo a la sala de traumatología y sea testigo del procedimiento porque quiero saber más, cuántas capas de algodón me ponen, cuánto de yeso... Yo solo puedo estar ahí como paciente, sosteniendo mi torso entre dos camillas, concentrada en el dolor para hacerlo soportable, mientras me convierto en una especie de momia parcial. Ella se dedica a sacar fotos y me anima a posar con el enfermero una vez colocado el corsé.
Regreso con el corsé de yeso recién hecho, húmedo y aún tibio, recostada en mi almohadón triangular en el banco trasero del auto. Se hizo la noche y ya no llueve pero la ruta está cubierta de niebla. Marta no se queja y maneja sin que yo dude de su seguridad y tranquilidad al volante. Charlamos todo el camino de regreso.
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