Comencé a entrar y salir de las licencias médicas, primero por depresión y luego por la columna. Hasta se me infectó una muela en ese intermedio y hubo que extraerla. No quería volver a trabajar con dolor de ningún tipo y entré en un proceso de negación. La pérdida de mi abuela, los cinco años y medio de una patología que se volvía cada vez más limitante y que no parecía tener solución, el trabajar ingiriendo medicamentos en exceso y entrando y saliendo de emergencia al menos una vez por semana... Entré en colapso.
Ya no se trataba solo del dolor de columna, del dolor físico, sino del sufrimiento interior que genera ese dolor a su portador. Ambos se fusionaron y ya no supe distinguirlos.
Decidí pefirle a la psicóloga que me había atendido hace unos años que me volviera a aceptar como paciente. No me veía explicando mi condición de paciente con dolor crónico una vez más a un extraño ni mi tendencia a convertir mis duelos en patológicos.
Un día mi madre fue a verme a mediodía, me encontró en cama, sin haberme levantado a bañarme o a cocinar. Se sentó a hablarme y me empezaron a caer las lágrimas. Creo que fue cuando comprendió lo mal que estaba. Me cedió su consulta con el traumatólogo y mi pedido fue claro: quiero volver al corsé de yeso. Le conté del alivio que había logrado paulatinamente mientras lo tuve fijo y qué me sucedió cuando me lo cortaron para que pudiera quitármelo para bañarme. Me repitió que era una prueba que se aplicaba a los pacientes para saber si eran buenos candidatos para una cirugía de fijación de columna y me dio una orden para que viera inmediatamente al especialista que opera con él. Aleluya! Al fin sentí que habría un cambio en mi vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario