miércoles, 20 de mayo de 2015

Nueva etapa: el corsé extraíble

      Antes de las dos semanas indicadas por el especialista, llamo al enfermero en Melo y agendo una entrevista para cortar el yeso. Acordamos que lo veré en el Hospital de Melo, por Navarrete, consultorio 2. Viajo ansiosa pero contenta. Necesito un cambio para no explotar. El corte es hecho con una cierra especial y el temor de que llegue hasta la carne es inevitable, sin embargo, el corsé queda sujeto al cuerpo por la venda gruesa de algodón que está por debajo del yeso. Para mi sorpresa, los agujeros y el cordón para ajustarlo debo agregarlo yo en casa y me liberan con el corsé atado por un leuco. No recuerdo ni si tengo un destornillador en casa para abrir los agujeros como sugiere el enfermero pero confío en resolverlo.

Graffiti en Melo.

      Me voy directo al liceo a trabajar unas horas. Caminé, como siempre que voy a Melo, todo lo que pude. Las veredas parejas me ayudan a hacer ejercicio. De paso, observo los edificios entre mi trayecto desde el hospital a la terminal, cruzando por la principal calle llena de comercios. Una casa vieja llama mi atención y me detengo a sacarle unas fotos con el celular. Las aberturas están desconchabadas y el revoque se ha caído en algunos lados. De pronto, salen de la casa dos niños en esa edad indefinida del final de la niñez al comienzo de la adolescencia. Me pescan en flagrante delito. "¿Le gusta nuestra casa, señora?", me pregunta uno sin perder tiempo en saludarme. Contesto que sí. "¿Le gustan las casa viejas?", insiste, tal vez un poco incrédulo. "Sí, me encantan." "Porque la nuestra es muy viejita", completa, y se va con su compañero del mismo modo que se me presentó, sin despedirse. Saco una foto más de la impresionante ventana por donde podrían fácilmente salir dos personas y sigo mi camino.
      En el liceo encuentro una profesora con título de enfermera que se encarga de hacer los tres agujeros a cada lado del corsé cortado y enhebrarlos con el cordón para zapatos que había comprado el día anterior. Por unos minutos soy libre del peso de mi carga. Me rasco todo lo que tenía ganas y no podía y la piel me queda roja y llena de los caminitos formados por mis uñas en la piel. No me importa. Camino, me agacho, me siento, pruebo mi columna y no se queja de ningún movimiento de los movimientos que hago. Por unos segundos me hundo en mi propio alivio y avivo el recuerdo de todo lo que perdí de mi cuerpo y agradezco en silencio el regalo de la ausencia de dolor. La plenitud me invade esos pocos segundos, suspiro y vuelvo a observar el trabajo de mi compañera por si puedo ayudarla en algo. Ahora que está debidamente anudado, al corsé debo vestirlo como a cualquier blusa, con mis brazos en alto como si entrara en un tubo. Vuelvo a colocármelo y a mi tarea. Sueño con el momento en que podré sacármelo en casa y darme una buena, demorada, enjabonada ducha...

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