sábado, 14 de noviembre de 2015

Tudo o que é bom dura pouco

La primera semana de noviembre fue la mejor que tuve en meses. A excepción de dos días en que tuve que quedarme en casa por problemas digestivos que suceden cada tanto por el exceso de medicación, me sentía como perro al que han soltado de la cadena. Pagué mis cuentas, voté en las elecciones internas de CODICEN, visité a mis compañeros de trabajo, a mi ahijada y a mi familia y pensé en la posibilidad de retomar mi trabajo una vez finalizado mi periodo de licencia. Me di cuenta que había olvidado cómo se siente estar sin dolor... y no me hago ilusión de poder describirlo aquí. El sábado pasado me desperté sola a las seis de la mañana cuando lo normal es que me despierten mis perros. No sentía dolor pero me sentía rara, molesta, inquieta, y no lograba salir de la cama. A las nueve de la mañana llamé a una amiga. Quería hablar, necesitaba hablar. Seguía sintiéndome rara y no podía identificar el origen de la sensación. Es el problema de vivir sola, hablar ayuda a definir lo que uno siente. Pero ella dormía. Cuando me respondió, casi una hora después, yo ya había llamado a mi médico de cabecera que, para mi suerte, andaba cerca y aún recordaba donde quedaba mi casa. Para entonces yo había notado que me levantaba, caminaba unos pasos y me iba encorvando hasta que mis brazos se pegaban en torno a mi abdomen como si el dolor se extendiera también a esa zona. Y así, encorvada, volvía a la cama. Entonces comenzaban los espasmos. Y terminaba retorcida en mi cama en posición fetal. No había duda de que se trataba de mi columna una vez más. No iba más allá el misterio. Con mi doctor negocié las posibilidades de tratamiento. Si yo podía trasladarme a la clínica, podíamos probar con medicación intramuscular y no tendrían que colocarme un circuito y suero. Accedí y acordamos que lo llamaría si no podía moverme y necesitaba que él mismo me aplicara la medicación. Consideré mis opciones: llamar a mi madre que estaba trabajando para que me levantara la medicación así yo no tendría que moverme, o vestirme y hacer los trámites sola. Opté por llamar a mi taxista preferido para que me llevara a la clínica vestida con la ropa más parecida a un pijama que tenía en el ropero. Subí al taxi y descubrí que es posible viajar en el asiento delantero en posición fetal. El pobre hombre se desesperaba y no sabía si cargarme la cartera o servirme de muleta...
Estuve dos horas y media en la camilla de siempre, retorciéndome de dolor, pero salí de allí caminando erecta. Tuvieron que llamar a mi doctor porque mi estado era tan calamitoso que la medicación tuvo que ser administrada vía intravenosa con suero. Mi pequeña tregua acabó ahí.

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