miércoles, 7 de octubre de 2015

28 de setiembre de 2015

Es de madrugada y me levanto para ir al baño. Cuando vuelvo a la cama siento el dolor instalándose, difuso, en la zona del coxis. Mido la intensidad y la probabilidad futura de que aumente. Sí, ahora soy una vidente, una vidente especializada en su propio cuerpo. Concluyo que la posibilidad es alta e ingiero un comprimido de tramadol, acordándome que las gotas se terminaron y no levanté un nuevo frasco. Apago la luz y mi Pulga se instala para dormir apoyando su cabecita sobre una de mis piernas como una almohada. Boca arriba, trato de no moverme y de no despertarlo. Espero y me concentro en el punto de dolor de mi cuerpo que va en aumento por la postura inadecuada. Cuando creo no soportarlo más, mi Pulga sale de abajo de las sábanas a ladrar algún sonido que solo los perros escuchan. Aprovecho a cambiar de posición y me acomodo en la que sí sé que me alivia: boca abajo con la pierna derecha flexionada. Sí, lo sé, ningún doctor la aprobaría pero yo soy la especialista en mi propio cuerpo. Alivia, puedo dormir, se acabó la discusión. Pero el dolor es ahora punzante y localizado en el centro de mi columna. Me concentro en él, lo acaricio. Es un martilleo constante en mi cerebro,
pero con su propio ritmo. La sensación es de que algo material se ha clavado en mi espalda y no lo puedo quitar. Las drogas hacen, al fin, su trabajo y me duermo. Cuando me vuelvo a despertar estoy sin dolor, pero el martilleo permanece registrado en mi cerebro como un eco.

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