jueves, 5 de febrero de 2015

La consulta

      Lo primero que ves es el largo corredor,  angosto y lleno de gente. A un lado las personas permanecen de pie y en el otro, permanecen sentadas en una hilera interminable de sillas.  Llevan muletas,  yeso en alguna de sus extremidades,  estudios radiológicos,  sillas de ruedas. En el primer tramo del corredor atiende un traumatólogo,  en el segundo el especialista de columna que he venido a ver.  Por milagro,  encuentro una silla libre y me siento. Nadie me habla pero me miran,  como si evaluaran las razones que me han llevado hasta allí. Son las 11.20 de una consulta que debió haber comenzado veinte minutos atrás.  Comienza el conteo regresivo en boca de los pacientes. Soy veterana y observo la ansiedad de los demás.  Ya lo he visto llegar dos horas tarde.
      Mientras tanto, la espera se hace sentir en los huesos. La silla es incómoda,  el aire irrespirable por la gente aglomerada, el olor dulzón de unas galletas rellenas que come una compañera de banco,  nauseabundo por el encierre.
      El doctor llega 12.20 y espero que resuelva sus consultas como siempre,  rápido y sin muchos miramientos.  Pero al entrar, la ansiosa por resolver todo rápido soy yo, influida por la mujer dolorida que está con un circuito en el brazo esperando su turno.
      Me atiende sin prisa esta vez y hasta lo veo tomar mi historia y anotar la consulta, algo que tampoco había visto con frecuencia.  Le expliqué mi problema y acordamos un nuevo bloqueo lumbar.  Luego recordaría otras palabras suyas que quedaron guardadas,  por su disonancia, en mi mente.  Logré lo que había ido a buscar y me retiré.  "Vamos a hacerte un bloqueo así pasas mejor el verano", me dijo.  Esa última frase fue profética, como podría comprobar con el tiempo. 

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